La verdadera
responsabilidad implica no solamente el hacer correcto, sino también el
esfuerzo reparador de nuestras incorrecciones (que inevitablemente se
producirán) y el compromiso irreductible que dicha reparación se convierta en
aprendizaje.
En este
sentido, la responsabilidad es algo ajeno a la culpa. La culpa, como
experiencia emocional que se siente al romper reglas culturales o de nuestro
grupo de pertenencia, genera una sensación de arrepentimiento, pero rara vez un
protagonismo del sujeto para la reparación y el sincero aprendizaje.
Esto es
natural, porque operan sobre ella los mecanismos de expiación que cada ser
humano tiene desarrollado para proteger su ego.
El sentido de
culpa es visceral, nos oprime y en un determinado momento nos impulsa a su
desplazamiento, es decir a buscar un factor externo sobre el que descargarla y
de esta manera sentirnos aliviados, paradójicamente, de esta manera terminamos
diluyendo nuestra responsabilidad.
No es malo
sentir culpa, por otra parte es algo natural que da cuenta de nuestra
consciencia sobre los hechos y el entorno, el problema es que, cuando la culpa
es lo que nos domina, inevitablemente se activarán nuestros mecanismos
expiatorios y si esta es nuestra respuesta permanente, nos convertiremos en
personas resentidas: en definitiva, es el mundo que nos rodea el que provoca
nuestros males y moviliza nuestros errores.
La culpa es la
respuesta tardía a nuestros comportamientos, la responsabilidad es una actitud
anticipatoria que antepone la reflexión a nuestros actos en la certeza que
somos protagonistas irrenunciables de ellos.
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