APRENDIZAJE
Empecemos
con una obviedad: aprender no es acumular información… El aprendizaje es el
proceso mediante el cual adquirimos conocimientos reales, desarrollamos
habilidades a partir de ellos y cultivamos aquellas actitudes que nos
permitirán mejorarnos como personas y poder proyectarnos hacia fines
superiores.
El
aprendizaje es la raíz de la evolución y el progreso personal en todas las
facetas de la vida y es un camino claramente delineado para transitar en la
búsqueda de aquello que solemos llamar “felicidad”.
Podemos
aprender mediante el estudio formal, pero invariablemente el mismo solo nos
será útil si lo nutrimos de la cuota necesaria de vivencias que permitan forjar
nuestro carácter.
Aprender
nos hace crecer como personas y un beneficio adicional de ello es que, si somos
lo suficientemente sabios, eso también ayudará al crecimiento de quienes
tenemos alrededor.
La
buena noticia, es que somos seres intrínsecamente preparados desde nuestra
misma concepción para encaminarnos en esta maravillosa senda. Si permiten alumbrar un bizarro neologismo “somos bichos
aprendedores”…
Claro,
para que esto ocurra y podamos aprovechar el inmenso potencial que esta
condición natural nos brinda, debemos poner nuestro esfuerzo para superar otro
impulso interior, también natural, que nos limita recortando muchas veces
nuestras posibilidades de aprender (una nueva paradoja de esa curiosa
constitución que tiene nuestra humanidad).
Para
aprender algo, necesariamente hay que “moverse” y con la misma fuerza y en
permanente disputa, en nuestro interior anidan fuerzas que nos impulsan al
mismo tiempo a generar ese movimiento, pero también a “quedarnos quietos”.
Nuestros
miedos, son los cabales representantes de estos últimos impulsos, componentes
esenciales de nuestra supervivencia por su rol protector, van formando una
armadura que nos resguarda de muchas de las amenazas del mundo exterior, pero
que también nos impide muchas veces crear oportunidades para nuestro progreso,
manteniéndonos en una “zona de comodidad”.
Esa permanente tensión interior entre nuestros
miedos y los impulsos de cambio constituye aquello que habitualmente
denominamos “crisis”.
Nuestras
crisis no son otra cosa que aquellos momentos de extrema angustia que
afrontamos en ocasiones en las que nuestro estado actual no nos satisface
plenamente, pero aquellas cosas que imaginamos que podrán modificar dicho
estado, nos resultan demasiado atemorizantes por los riesgos que creemos que
implican.
A
la larga esta situación nos paraliza y los términos de la misma tienden a
exacerbarse: la insatisfacción actual es cada vez mayor y los riesgos del
cambio se ven cada vez más grandes, con lo cual la angustia se acrecienta.
Solamente
cuando somos capaces de romper el equilibrio entre ambas sensaciones, podemos
decir que “superamos la crisis” y, en definitiva, que hemos aprendido.
A
todos nos disgusta esa sensación de tener que afrontar una crisis. Y, de nuevo
tenemos aquí “buenas y malas noticias”… Empecemos en este caso por las últimas:
la vida del ser humano es una permanente sucesión de crisis: nacer es un
momento crítico y morir también, todo lo que ocurre en el medio está jalonado
de este tipo de situaciones y las necesidades de superación de ellas (por
desagradable que sea). Eso se llama “crecer”…
La
buena noticia, y valga como dulce contrasentido, es exactamente la misma: la
vida es una permanente sucesión de crisis, ese es el gran desafío y la
maravillosa aventura, que un fino entendimiento nos permitirá en definitiva
llegar a disfrutar.
Tal
vez esa es una de las principales bases de la comprensión profunda del hombre
sabio.
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